viernes, 25 de mayo de 2018

Vida pura en el Espíritu


“Nuestra vida debería ser tan pura como para no necesitar de ninguna ley escrita: la gracia del Espíritu Santo debería sustituir los libros, y así como estos están escritos con tinta, nuestros corazones deberían estar escritos con el Espíritu Santo.
Solo porque hemos perdido la gracia, tenemos necesidad de utilizar normas escritas. Pero cuanto mejor sería la otra manera, nos lo ha mostrado Dios mismo: en efecto, a sus discípulos Jesús no dejó nada por escrito, sino que les prometió la gracia del Espíritu Santo: “El – les dijo – les sugerirá todo!”, y ya antes, por boca del profeta Jeremías, Dios había dicho: “Haré una nueva alianza, y la escribiré en sus corazones!”; y también San Pablo, queriendo expresar esta misma verdad, decía haber recibido la ley “no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, es decir, en su corazón”.
De modo que nuestra vida debería ser tan pura que, sin necesidad de escritos, nuestros corazones estuviesen siempre abiertos a la guía de Espíritu Santo. Como los apóstoles, que bajaron del monte no llevando – como Moisés – tablas de piedra en sus manos, sino llevando el Espíritu Santo en sus corazones: y porque se habían convertido, por su gracia, en ley y libro vivo!”
Juan Crisostomo (347-407)

Juan de Antioquía es uno de los grandes padres de la iglesia. “Crisostomo” – significa “boca de oro” – es un apodo que le fue dado por la brillantez de sus homilías y su capacidad oratoria. Fue patriarca de Costantinopla desde el 398. También fue perseguido y exiliado.
Crisostomo nos regala hoy un texto exquisito y de una profundidad insospechada: había visto bien, había comprendido el núcleo del evangelio. Por una serie de motivos – históricos y teológicos –  el cristianismo y la iglesia se fueron alejando de esta visión espiritual y mística. Las leyes, las reglas, las doctrinas, los catecismos, los documentos y un sinfín de palabras se fueron apoderando del cristianismo, reduciéndolo a religión, rito, culto y a un moralismo deshumanizante.

Obviamente el Espíritu no se puede embretar y a lo largo de los siglos hubo sabrosas y numerosas excepciones. Esta es la verdadera historia de la iglesia: historia de santidad y espiritualidad.

La crisis del cristianismo y de la iglesia es la crisis de esta manera estéril y superficial de vivir el evangelio. Es la crisis de la forma que ya no es fiel a la esencia. Es la crisis de una huida hacia el exterior y lo superficial.
Está surgiendo una nueva espiritualidad y una nueva mística: nueva en cuanto a la expresión, antigua porque es la misma de Jesús y de Crisostomo.
Hemos perdido la gracia” anota nuestro autor. La perdimos porque salimos de Casa – la parábola del Padre misericordioso es un maravilloso ícono – siguiendo los deseos compulsivos de nuestro ego. Pero en realidad es una perdida ilusoria, por cuanto dolorosa pueda ser y por cuantos efectos negativos pueda producir.
Como dice Maestro Eckhart: “Dios está en casa, somos nosotros que salimos a dar un paseo”. Es la tremenda verdad de toda la mística.
Dios está siempre ahí. El Amor está siempre disponible. La Presencia está siempre presente. El proceso evolutivo de la humanidad – y con ella del cristianismo – recorrió el camino que va desde el corazón a la mente. En otras palabras: desde la interioridad a la exterioridad (la mente es siempre “externa” a la consciencia), desde el silencio a las palabras.
Es hora de recorrer el camino inverso, con todo lo aprendido.
Es el momento de volver a Casa: de la mente al corazón, de lo exterior a lo interior, de las palabras al silencio, de la voluntad al amor, de las formas a la esencia, de lo visible a lo invisible.

El lenguaje queda corto. Como siempre. El lenguaje – y con él todo lo que se puede expresar – es un simple indicador, el dedo que apunta a la luna. Nunca la verdad. La verdad – por definición – es siempre inaprensible.  

Retoma prioridad absoluta la experiencia: el amor vivido, tocado, palpado. Que fue – sobraría decirlo – lo central de la vivencia cristiana: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (1 Jn 1, 1).
Eso hace falta, urgentemente. Sobran palabras, leyes, documentos, dogmas y catecismos. Y – a menudo – falta el amor: “hay que practicar esto, sin descuidar aquello” (Mt 23, 23).
Falta “la vida pura” de Crisostomo: vida pura que poco tiene que ver con una intachabilidad moral, por lo menos en primera istancia.
Es la vida pura de la verdad de sí mismo, la vida pura que es aceptación humilde de sí mismo y por ende aceptación del otro.
La vida pura de quien se conoce a sí mismo y tuvo experiencia de lo divino.
La vida pura de quien se atreve a dejar las seguridades que otorga la ley -¡a que precio! – para adentrarse en los caminos muchas veces oscuros de la incertidumbre del amor.
La vida pura que da prioridad absoluta a las más genuinas expresión del amor: la acogida sin juicio, el abrazo fraterno, la mirada transparente, la palabra sincera. Realidades imposibles para quien prioriza dogmas y doctrinas.

La vida pura es para valientes. Es para gente libre. Hay que atreverse: dejar seguridades, comodidades y confiar. Confianza y amor van de la mano, como miedo y esclavitud.
Es hora de regresar al Espíritu, a la interiorad, a la esencia, al Ser.
Jesús lo había sugerido: “Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre” (Jn 4, 23).

“Palpada la esencia” y “vista la luz” lo demás recobrará su justo sentido y valor: también las palabras, los dogmas, los documentos y los catecismos.
Una vez estemos en Casa, todo se transformará en manifestación, revelación y expresión del Amor.







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