domingo, 7 de enero de 2018

Marcos 1, 7-11


Celebramos hoy la fiesta del bautismo de Jesús, fiesta con la cual cerramos litúrgicamente el tiempo de Navidad y abrimos el tiempo ordinario, tiempo de cotidianidad, donde vivir el Misterio de Cristo.
El relato de Marcos es cortito, sintético, escueto. Marcos no da muchas vueltas y va a lo esencial.
Podemos vislumbrar lo esencial de este texto en la frase: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”.
Sin duda el bautismo de Jesús tiene una raíz histórica y podemos suponer que fue un momento determinante en la experiencia del Maestro de Nazaret en cuanto a la comprensión de su identidad y de su misión.
La podemos comparar con algunas de nuestras experiencias que marcan y flechan la existencia: un encuentro nítido y profundo con la divinidad, un enamoramiento, la maternidad/paternidad, un dolor que nos sacude.

Profundicemos entonces en la frase: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”.
Esta frase supone y presenta a un Dios como a un “Tu”. Jesús, hombre verdadero, experimenta a la divinidad a través de las categorías relacionales y culturales de su tiempo.
Las religiones teístas (judaísmo, cristianismo, islamismo) se refieren a Dios en términos relacionales: Dios es persona y se relaciona con el mundo.
Sin duda un aspecto importante, pero hay que estar atentos a no absolutizarlo.
Por dos motivos: en primer lugar el peligro siempre presente del antropomorfismo. Palabra un poco difícil que significa que aplicamos a Dios nuestras categorías humanas. Lo hacemos constantemente sin darnos cuenta: cuando hablamos de Dios “Padre”, “amigo”, “esposo”, “compañero de camino”…. estamos aplicando a Dios algo de nuestra experiencia humana. No es que no sea lícito y hasta importante, pero es necesario ser conscientes de sus limitaciones. Dios es el Misterio inabarcable e indecible que no entra en ninguna categoría e imagen.

El Misterio abarca, contiene y supera toda forma humana de comprenderlo y expresarlo. Por eso solo el silencio – paradójicamente – respeta y expresa el Misterio.

El otro peligro – relacionado con el primero – consiste en absolutizar el concepto de “persona”. El cristianismo elaboró, a partir de la cultura griega, toda una filosofía y teología personal que marcó su camino.
Aplicar a Dios el concepto humano de “persona” es insuficiente y deficiente.
“Persona” es una categoría mental heredada de la cultura griega y se refiere a una estructura psicofísica: no podemos aplicar sin más esta categoría a la divinidad.
Dios es el Misterio personal, impersonal y suprapersonal en el cual vivimos también lo personal. Dios se experimenta y se manifiesta como persona en el ser humano.

Es fundamental comprender todo eso para que nuestra experiencia de Dios se profundice y ensanche y podamos dialogar con culturas y espiritualidades que no se refieren a Dios en términos personales (budismo e hinduismo por ejemplo).

Sin duda en nuestro caminar necesitamos también referirnos al Misterio en términos relacionales: un “Tú” divino que nos escucha y camina a nuestro lado. Pero Dios es más que esto: es el Misterio sin nombre que todo lo sostiene y abarca.
Es, como dicen los místicos sufíes, “el Aliento de todos los alientos”: ¿hay “definición” más hermosa?

Hay una maravillosa oración jasídica (rama mística del judaísmo) que refleja bien lo que venimos diciendo:

Adonde yo vaya, tú,
solo tú, todavía tú, siempre tú.
Si me va bien, tú,
si estoy sumido en el dolor, tú,
cielo tú, tierra tú, arriba tú, abajo tú.
Adondequiera me vuelva, tú
adondequiera mire, tú,
solo tú, todavía tú, siempre tú.

El “Tú” de esta oración – una mirada atenta se da cuenta – es mucho más que un “Tú”.
Solo la poesía que surge del silencio puede susurrar humildemente unas pocas palabras:

Amor que me respiras,
te encuentro por doquier
Vida de mi vida,

silencioso amanecer.

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