domingo, 10 de diciembre de 2017

Marcos 1, 1-8





En este segundo domingo de Adviento la iglesia nos presenta la figura de Juan Bautista, uno de los tres personajes claves del Adviento, junto con María y el profeta Isaías.
La figura del Bautista es fascinante y sugestiva: misterioso, austero, solitario, profético.
Marcos asocia la vocación del Bautista al texto de Isaías: “voz que grita en el desierto…preparen los caminos del Señor”.
Tal vez en esta definición podamos encontrar los rasgos esenciales de Juan que nos pueden ayudar en nuestro camino espiritual y en esta preparación inmediata a la Navidad.

¿Será otra Navidad igual? ¿Otra rutina de fiestas y comilonas? ¿Otra Nochebuena –tal vez con Misa incluida – que no incide mucho en nuestra vida?

Todo depende de la preparación. Juan es el maestro del preparar, de aquel que crea las condiciones para el encuentro, para la experiencia.
En realidad los seres humanos no podemos aspirar a mucho más: se nos pide crear las condiciones, prepararnos, allanar los senderos torcidos del ego…
No podemos aspirar a mucho más porque todo está ya dado y regalado. Se nos pide recibir el don, la vida en abundancia, la plenitud que late en el aquí y ahora.
Es el bautismo con Espíritu Santo que el Bautista anuncia y el Cristo nos revela y nos regala.

La voz resuena en el desierto y sin desierto no hay voz. Ahí radica la preparación, ahí la clave de comprensión. Ahí se dan las condiciones para el encuentro con el Cristo Viviente.
Prepararse a la Navidad y crear las condiciones para que se pueda dar una auténtica experiencia de Dios requiere desierto: soledad, silencio, lucha.

La soledad que permite descubrir el verdadero rostro del Dios que es comunión, del Dios que todo lo llena y que en todo se manifiesta.

El silencio que solo permite la escucha y el reconocimiento de la única voz: la de la conciencia y del Cristo interior. Dos voces, una misma voz. El silencio que solo permite escucha la Palabra y decir palabras de vida.

La lucha. En el desierto nos encontramos solos y desamparados. A solas con nuestros demonios: pasiones, deseos, fantasías, heridas, rencores. Solo en el desierto los podemos reconocer, asumir, transformar.

El desierto con sus soledades, sus silencios y sus luchas produce la autenticidad: otro rasgo del Bautista, otro rasgo del Maestro de Nazaret.
Ser uno mismo: felicidad suprema, paz definitiva. No tenemos que agradar a nadie, ni a Dios. No precisamos mascaras y aplausos. No necesitamos imitar a nadie. Es un camino largo y doloroso… desde niños nos exigen ser quienes no somos, nos exigen aparentar, nos condenan y nos frustran… es un camino doloroso pero esencial. Salir del aparentar los que los demás se esperan de nosotros para descubrirnos y ser fieles a nosotros mismos.  
Necesitamos vivir el don original que cada uno es: eso hizo el Bautista, eso hizo Jesús, eso hicieron los sabios, santos y maestros de la humanidad.
En el desierto se aprende que Dios no hay que pensarlo, agradarle, servirle, rezarle… Dios simple y extraordinariamente se vive.

Cuando empezamos a amarlo – entonces y solo entonces – el desierto deja instantáneamente – como por milagro – de ser “desierto” y se transforma en jardín: la arena se convierte en refrescantes oasis, las flores salpican de hermosos colores el paisaje, el calor no quema sino alienta y sostiene, arboles frutales aparecen y la soledad es habitada por todos los seres.

Vida abundante en definitiva, la vida que Jesús vino a regalarnos y revelarnos: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Este es evangelio. Todo lo demás son nuestros – oportunos o inoportunos poco importa – inventos. Inventos dictados por el miedo: miedo al amor, a sentirnos amados, a amar. Miedo al desierto que justo en este Adviento se nos invita a atravesar con confianza.




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