domingo, 28 de agosto de 2016

Lucas 14, 1.7-14



En la práctica y la enseñanza de Jesús están muy presentes los temas del comer, de los banquetes, del compartir. Sumamente interesante. Hoy también la parábola que Jesús nos ofrece brota de una invitación a comer.

Esta importancia que Jesús da al compartir la mesa no tendría que pasar desapercibida. Quien puede (¡sigue lo absurdo del hambre en el 2016!) come todos los días y generalmente se come juntos. Comer – y comer juntos – es un acto muy humano y humanizador: ¡qué bien nos hace y que plenitud experimentamos cuando compartimos la mesa con quienes amamos!

Podríamos desde ya preguntarnos: ¿damos toda la importancia y el valor al compartir la mesa? ¿Aprovechamos de este tiempo para crecer en la comunión y la amistad?
Hay que subrayar también que Jesús aprovechaba sabiamente la necesidad de comer para brindar su mensaje de igualdad y de una opción especial para los pobres. Jesús comparte la mesa con todos, ricos y pobres, justos y pecadores, amigos y enemigos.

Al compartir la mesa vamos comprendiendo la fundamental igualdad de todo ser humano, la necesidad de comunión que late en cada corazón y la profunda unidad que todo lo abarca.
¿Por qué no aprovechar esta semana para invitar a un pobre, solo o enfermo a compartir la mesa?

Deslicémonos rápidamente en la parábola. Parábola que va directa al eje del mensaje evangélico: la gratuidad.
Una lectura superficial del texto nos dejaría en el simple plan moral: hay que ser humildes. Hay que elegir el último puesto… ¡para que te ofrezcan el primero! En realidad no salimos de las trampas del ego que siempre quiere ser especial y resaltar.

Más aún: viviríamos una religión y una espiritualidad del mérito. Religiosidad del mérito que venimos arrastrando desde siglos y sigue haciendo estragos. En el centro de esta manera de vivir está la convicción de que podemos y debemos ganarnos el amor. Y, por reflejo, que la salvación es fruto de nuestros esfuerzos y nuestra más o menos intachable vida moral.
Consciente o inconscientemente nos imaginamos a un Dios sentado en un escritorio que nos espera después de la muerte para hacer un poco de contabilidad sobre nuestro actuar.

El mensaje de Jesús va en la dirección opuesta: la gratuidad.
«Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!». (Lc 14, 12-14).

Cuando descubrimos que la raíz de nuestra vida y de todo lo que existe es la gratuidad no nos queda otra opción que vivirla en la cotidianidad y en las pequeñas cosas.
La recompensa que Jesús promete en la resurrección – también él usó el lenguaje y las categorías de su tiempo – es en realidad la plenitud de la vida aquí y ahora. Porque, como también decía San Bernardo, la recompensa del amor es el amor mismo: “se ama por amar, el amor basta a si mismo.

O, como expresa maravillosamente San Pablo a los corintios: “Si anuncio el Evangelio, no lo hago para gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! Si yo realizara esta tarea por iniciativa propia, merecería ser recompensado, pero si lo hago por necesidad, quiere decir que se me ha confiado una misión. ¿Cuál es entonces mi recompensa? Predicar gratuitamente la Buena Noticia, renunciando al derecho que esa Buena Noticia me confiere.” (1 Cor 9, 16-18).

La gratuidad tiene en sí misma su razón de ser. Como todo lo auténtico y verdadero. El sentido de las cosas está en las cosas mismas, no afuera. El sentido de la vida es la vida misma, es vivir.
Dicho de otra forma: Dios es el “mí mismo” más auténtico. Es la mismidad de todas las cosas.








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